CELESTE Y BLANCO, INMACULADA

CELESTE Y BLANCO, INMACULADA

Ramón de la Campa Carmona

Academia Andaluza de la Historia

En el CENTÉSIMO SEXAGÉSIMO SÉPTIMO ANIVERSARIO de la DEFINICIÓN DOGMÁTICA CONCEPCIONISTA del PAPA BEATO PÍO IX MASTAI-FERRETTI, por la BULA INEFFABILIS DEUS PROCLAMADA EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO DEL VATICANO EL OCHO DE DICIEMBRE DE 1854

“Después de ofrecer sin interrupción a Dios Padre, por medio de su Hijo, con humildad y penitencia, nuestras privadas oraciones y las públicas de la Iglesia, para que se dignase dirigir y afianzar nuestra mente con la virtud del Espíritu Santo, implorando el auxilio de toda la corte celestial, e invocando con gemidos al Espíritu Paráclito, e inspirándonoslo él mismo, para honra de la santa e individua Trinidad, para gloria y prez de la Virgen Madre de Dios, par exaltación de la fe católica y aumento de la cristiana religión, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra, declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y, por consiguiente, que debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue precervada inmune de toda mancha de culpa original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano”.

Hoy, ocho de diciembre, nuestras iglesias católicas se visten de celeste y blanco. Celeste de cielo, porque ninguna criatura terrena se ha unido tanto a Dios; porque Ella, por voluntad divina, fue inmaculada en orden a la salvación del hombre, ingresando en el orden hipostático por su maternidad divina.

Blanco, porque Ella gozó, en orden al plan divino, de la pureza total del pecado, consagrándose en cuerpo y alma al Señor de los Cielos y de la Tierra, al Creador del universo, Ella, la Llena de Gracia, la Toda Santa.

Había que llegar al año 1854 para que, coronando una controversia secular, fuera declarado dogma la Inmaculada Concepción de María. Ninguna verdad de fe ha sido entendida por el Pueblo de Dios antes que por teólogos y jerarcas que ésta.

Sobre la era del racionalismo, del positivismo y de la secularización había de alzarse de nuevo la Mujer del Apocalipsis, la Pura y Limpia, como utopía eclesial que confirma que el plan de Dios sobre la humanidad es posible.

María Inmaculada es el triunfo del poder de Dios sobre las potestades de este mundo. Es, en suma, el triunfo del orden divino sobre el caos humano, de lo espiritual sobre el materialismo, lección aún viva para nosotros que estamos celebrando el CLXVII aniversario de esta proclamación dogmática.

 Introducción: los preparativos

Circunscribiéndonos a la preparación inmediata de la proclamación dogmática, como índice del ambiente propicio, ya en 1839 más de doscientos Prelados habían solicitado de la Santa Sede poder añadir a las Letanías Lauretanas la invocación Regina sine labe originali concepta, y otros trescientos habían sido autorizados para agregar al Prefacio de Virgine el adjetivo Inmaculata.

A esto se unían muchas peticiones formales y el fasto con que se celebraba en todo el orbe católico la solemnidad litúrgica, de precepto, del ocho de diciembre. El propio Papa de la proclamación del dogma, el Beato Pío IX Mastai-Ferretti, en su  Epístola Nihil certe de veintiocho de octubre de 1847 sobre la obra del Padre Perrone, S. J., Disquisitio theologica de Inmaculato B. Virginis Conceptu, llama a María inmaculada.

Para preparar el camino de la definición del dogma, en 1848 Pío IX formó, para llegar a un dictamen definitivo, dos comisiones: una de teólogos y otra de cardenales.

Le debió impulsar a ello la consideración, entre otras cosas, de la coherencia del magisterio pontificio, que nunca se pronunció a favor de la tesis maculista, sino que, por el contrario, promovió el culto a la Inmaculada, y la clarificación de sus fundamentos teológicos.

Así mismo, en el campo católico, la controversia había prácticamente desaparecido. Pero no todos estuvieron de acuerdo sobre la oportunidad de la definición dogmática ni sobre el modo de realizarla, por lo que se propone al Papa pedir el parecer del episcopado universal.

El dos de febrero de 1849, Fiesta de la Purificación de Nuestra Señora, desde Gaeta, donde estaba desterrado por motivos políticos, a modo de plebiscito, dicho Pontífice dirigió a todos los obispos y prelados católicos la Epístola Encíclica Ubi primum, en la que pedía su opinión y la de sus Iglesias sobre el misterio de la Inmaculada Concepción, al tiempo que comunicaba que había nombrado una comisión de Cardenales pro-definición dogmática.

De unos setecientos cincuenta consultados, se recibieron seiscientas tres respuestas, que fueron impresas en nueve tomos: quinientas cuarenta y seis manifestaron la oportunidad de la definición dogmática, algunos tenían dudas sobre la oportunidad de ello, como la del Arzobispo de París, y sólo cinco se manifestaron poco favorables. En seguimiento de los Prelados, Cabildos, Ayuntamientos, Cofradías, Asociaciones… dirigieron al Papa memoriales suplicando al Papa la declaración dogmática.

Se señaló como día de tan gran acontecimiento mariano, que no se repetía en el orbe católico desde Éfeso, el ocho de diciembre de 1854, más feliz si cabe por no estar ensombrecido por ningún orgulloso Nestorio.

Pocos días antes de tan fausto acontecimiento, el primero de diciembre, el Papa, en el anuncio oficial de la fecha del dogma, se gozaba en su Alocución Inter graves del aumento que con él se proporcionaría al honor y veneración de la Madre de Dios. Para la vigilia, el día siete, mandó el Papa observar un riguroso ayuno, y, en cambio, levantó la abstinencia del día ocho, que era viernes.

Se reunieron en Roma ciento noventa y dos obispos de todas partes del mundo menos de Rusia, donde no lo permitió el despotismo del Zar Nicolás I, innumerables sacerdotes y un número superior a doscientos mil peregrinos de todo el orbe católico: italianos, franceses, alemanes, belgas, holandeses, ingleses y muchos españoles, al lado de americanos, asiáticos y africanos.

La víspera de la gran jornada reunió en Consistorio el Papa a los Cardenales y, tras comprobar la unanimidad de sentimientos favorables, pronunció un sentido discurso en el que dio rienda suelta a su sentida emoción: “Ha llegado por fin el día por tanto tiempo deseado…”.

Las calles de Roma, a pesar de las inclemencias del tiempo, pues hacía ya varias jornadas que llovía intensamente, fueron ornadas con luminarias, colgaduras y divisas marianas e inmaculistas, y festejadas con orquestas al aire libre, cuyo ambiente festivo había de prolongarse, acrecentado, en la noche siguiente.

La jornada de la definición dogmática

Esa brumosa pero radiante mañana, estado atmosférico que se prolongaría hasta la medianoche, acompañaron al Sumo Pontífice ciento noventa y seis Cardenales y Prelados de todas las categorías, títulos y ritos, procedentes de los cuatro puntos cardinales. Muy temprano habían ya celebrado la eucaristía para congregarse con tiempo en la Capilla Sixtina.

Llegada la hora, a eso de las nueve, bajo los frescos de Miguel Ángel, se entonaron las Letanías de los Santos. Formada la esplendorosa comitiva, ordenada de dos en dos, continuaron cantándose a través del Salón Real, la regia Escalera de Constantino, el nártex y la espaciosa nave de la Basílica Vaticana: las Órdenes Religiosas con sus polícromos hábitos, unos cien obispos por orden de edad, cuarenta y tres arzobispos, un patriarca del Oriente, once cardenales diáconos, treinta y siete cardenales presbíteros, seis cardenales obispos, en dos largas filas revestidos de capas y cubiertos con sus mitras; les seguía el Papa con todos sus ornamentos pontificales, en su silla gestatoria tocado de la tiara, acompañado de la Guardia Pontificia Suiza y la Guardia Noble de Su Santidad en traje de Gran Gala. Abarrotaban la Basílica de San Pedro unos cincuenta mil católicos, junto a un ejército variopinto de sacerdotes y religiosos.

Llegado el Pontífice a la altura de la Capilla del Sacramento, que se abre en la nave de la epístola, se detuvo el cortejo y, tras adorar a Jesucristo, oculto por el velo de la especie sacramental, concluyeron las Letanías con la oración colecta y se encaminó al Altar de la Confesión, bellamente exornado para tan sublime ocasión. Sentado en el trono, los cardenales, arzobispos, obispos y prelados acudieron a prestarle obediencia, en reconocimiento de su primado, ceremonia que se dilató mucho por el el gran número de dignatarios presentes. Terminado el canto de Tercia, comenzó la Santa Misa Pontifical. El Evangelio se cantó en latín y en griego.

Terminado éste, llegó el momento esperado. Se encaminaron, como diputados de la Iglesia Universal, al trono del ducentésimo quincuagésimo nono sucesor de San Pedro, de pie ante el Solio instalado delante de la Cátedra de San Pedro, cinco Prelados: el Decano del Sacro Colegio Cardenalicio Macchi, el Patriarca de Alejandría, un Arzobispo griego y un Arzobispo y un Obispo latinos, para rogarle satisficiera con la definición de la piadosa creencia de la Inmaculada Concepción la devoción del pueblo cristiano.

El punto culminante fue cuando el Papa, sin abandonar su trono, y toda la asamblea se arrodillaron para invocar al Espíritu Santo con el canto del Veni creator. Concluido éste, el Papa se puso de pie y recitó su oración.

Investido de la autoridad apostólica, con voz firme, clara, grave, sonora, majestuosa, como Doctor supremo de la Iglesia, empezó la lectura de la Bula: “…Invocado con gemidos el Espíritu Santo Paráclito, e inspirándonoslo Él mismo, para honra de la Santa e Individua Trinidad, para honor y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la cristiana religión, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra…”.

Habiendo alcanzado el momento cumbre, le embargó la emoción, hasta el punto de verse precisado a interrumpir durante unos instantes la lectura y enjugar sus lágrimas. Mas prosiguió: “Declaramos, afirmamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María en el primer instante de su Concepción fue, por singular privilegio y gracia de Dios omnipotente, en prevención de los méritos de Jesucristo Salvador del género humano, preservada inmune de toda mancha de culpa original ha sido revelada por Dios, y, por consiguiente, debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles…”.

Al término de la proclamación dogmática, resonó un cálido aplauso, como dice el Salmo: “Pueblos todos batid palmas…”, que se unía a las festivas detonaciones de los cañones del Castel Sant’Angelo y a las jubilosas campanas de todas las iglesias de Roma. El Papa terminaba la Bula con unas sentidas palabras: “Nuestra boca está llena de gozo y nuestra lengua de júbilo, y damos humildísimas y grandísimas gracias a Nuestro Señor Jesucristo, y siempre se las daremos, por habernos concedido, aun sin merecerlo, el singular beneficio de ofrecer este honor, esta gloria y alabanza a Su Santísima Madre”. De nuevo intervino el Cardenal Decano para pedir la publicación de las Letras apostólicas tocantes a la definición y, a continuación, acudieron el Promotor de la Fe, acompañado de los Protonotarios Apostólicos, para levantar acta de tan importante acontecimiento.

Actos complementarios: coronaciones canónicas, monumento y otros recuerdos

Finalizada la Eucaristía, no podía faltar el himno por excelencia de la acción de gracias: el Te Deum, que fue entonado por el propio Papa. Concluido este himno, como signo material del reconocimiento de la pureza inmaculada de la Madre de Dios, el Papa bendijo una corona de oro enriquecido con finas joyas, ofrenda del Capítulo Vaticano, que bendijo en el mismo Altar de la Confesión, para coronar la imagen de la Inmaculada circundada por San Juan Crisóstomo, San Francisco de Asís y San Antonio de Padua, de los cuales se conservan reliquias bajo su altar, que preside la Capilla del Coro, copia en mosaico del lienzo de Pietro Bianchi il Creatura (1694-1740), comenzado en 1735-6, terminado a su muerte por Gaetano Sardi, que se conserva en Santa Maria degli Angeli.

Precedido de su imponente cortejo, con sus propias manos depositó sobre las sienes de la imagen de la Reina del universo la preciosa y simbólica diadema. Fue también coronada de nuevo el ocho de diciembre de 1869 en la apertura del concilio Vaticano I. Igualmente, en el cincuentenario del dogma el Papa San Pío X Sarto renovó la coronación, con una diadema adornada por gemas preciosas ofrendadas por devotos de la Virgen de todas las partes del mundo.

Terminada la solemne ceremonia, mientras el Pontífice se desnudaba de los ornamentos sagrados, en representación de la familia franciscana, que tiene a la Inmaculada como Patrona, los Generales de los Conventuales y de los Observantes le ofrendaron en señal de gratitud sendas azucenas, de oro y plata respectivamente, que fueron recibidas por el Papa con gran regocijo y emoción.

El quince de diciembre del mismo año, ocho días después de la definición dogmática, el Papa hizo coronar por segunda vez, pues ya lo había sido por el Capítulo Vaticano en 1635, la más antigua imagen de la Concepción venerada en Roma, la de San Lorenzo in Damaso, bello icono del siglo XIII que preside un altar en la cabecera de la nave del evangelio, trasladado aquí desde S. Salvatore ad Arco en la Piazza Campo de’Fiori y no de Santa Maria de Grottapinta, como comúnmente se dice, en cuyo honor había sido erigida una Archicofradía de la Concepción de María en 1465 por el Papa Sixto IV della Rovere.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Como memoria de tan fausto acontecimiento se decidió levantar un monumento, siguiendo la antigua costumbre romana de las columnas honorarias, en la Piazza di Spagna, en honor de nuestro país, que tanto había luchado por la definición dogmática. Ya existía en Roma otra columna mariana: la blanca columna corintia que hizo colocar el Papa Paulo V Borghese en 1613, haciéndola traer del Foro Romano, delante de Santa Maria Maggiore.

Los trabajos se iniciaron en 1856. Fue diseñado por el arquitecto Luigi Poletti. Se utilizó como pedestal una alta columna romana de fuste marmóreo verdoso que había sido excavada en el monasterio de las benedictinas del Campo Marzio hacía setenta y siete años, sobre la que se colocó, a veinticinco metros de altura, una escultura en bronce de la Inmaculada, obra de Giusseppe Obici.

En el basamento se colocaron cuatro esculturas marmóreas veterotestamentarias con sus correspondientes leyendas marianas: Moisés –“Yo pondré enemistad entre tú y la mujer” (Gén. III, 15)-, Isaías –“He aquí que la Virgen concebirá” (Is. VII, 14)-, Ezequiel –“Esta puerta permanecerá cerrada” (Ez. XLIV, 2)-, y David –“La santa morada del Altísimo” (Sal. XLV, 5)-. Son obras respectivamente de Ignazio Jacometti, Salvatore Revelli, Carlo Chelli y Adamo Tadolini. Completan la obra, bajo las cuatro imágenes, bajorrelieves con escenas marianas: la Anunciación, el sueño de San José, la Coronación de la Virgen y la Promulgación del dogma, obras de Francesco Gianfredi, Nicola Cantalamessa, Giovanni Maria Benzoni y Pietro Galli.

El ocho de septiembre del año siguiente de 1857 fue elegido para su inauguración. La Embajada de España, espléndido palacio construido por Antonio del Grande en 1674 entre Via Borgognona y Via Frattina, se adornó convenientemente, pues fue elegido su balcón como tribuna para la bendición papal, acto al que asistieron el Colegio Cardenalicio, el cuerpo diplomático, la prelatura de la cámara y una multitud de fieles romanos y extranjeros. Al término de la ceremonia, un español, Don Tomás Illa y Balaguer, se dirigió al Beato Pío IX en los siguientes términos: “Hoy recoge la nación española el premio dispensado por Vuestra Santidad por lo mucho que durante tantos siglos trabajó para acelerar la declaración del inefable dogma que conmemora la columna que se ha dignado bendecir”.

A tan emotivas palabras respondió el Papa no menos elocuentemente: La declaración dogmática del misterio de la Concepción de la purísima Virgen María ha sido para mí y para la Iglesia toda motivo del más inefable consuelo. Ella fue la expectación de los siglos, y no cabe duda de que ha sido providencia especial que haya sido reservada para nuestros días. Ciertamente que la nación española ha sido en todos los tiempos la que más se ha distinguido en la defensa de tan augusto misterio; justo es que recibiese una pública recompensa por su acendrada devoción hacía María Santísima. Tengo un placer especial en que el monumento levantado en Roma, en la Plaza de España, para perpetuar la memoria de tan fausto acontecimiento, sea inaugurado y bendecido en el señalado día en que la Iglesia nuestra Madre celebra el venturoso nacimiento de aquella Señora, y lo tengo también de poder verificar una función para mí tan agradable, en un sitio que debe considerarse como parte de España, por ser el palacio de la embajada de la Reina de España. Yo espero que la Virgen Santísima, extendiendo el manto de su poderosa protección sobre el mundo, nos dará días bonancibles y protegerá, como se lo suplico, a la Reina de España y a todos los españolas, en recompensa del amor filial que le profesan y del celo con que en todos los tiempos han defendido su Concepción Inmaculada”.

Cada ocho de diciembre recibe la ofrenda floral del pueblo de Roma, incluidas las autoridades ciudadanas y el mismo Papa. Un bombero sube en una larga escalera y coloca reverentemente en el brazo de la imagen de la Inmaculada Concepción una gran corona de flores, que permanecerá allí como externo homenaje a la Pura y Limpia Madre de Dios hasta el próximo año.

 

 

 

 

 

Otro recuerdo de esta proclamación dogmática lo tenemos en la Sala de la Inmaculada del Palacio Vaticano, situada en la Torre Borgia. Está decorada al fresco por Francesco Podesti: en el muro opuesto a las ventanas se representa la ceremonia de la definición del dogma y, en lo alto, el Paraíso; en los laterales, el Papa incensando la imagen de la Inmaculada y una reunión de teólogos en discusión; entre las ventanas, las sibilas, y en la bóveda, medallones con prefiguras bíblicas y alegorías inmaculistas.

En el centro de la sala, en una elegante vitrina de la Casa Christofle de París de 1878, ofrendas conmemorativas de todo el mundo al Papa por iniciativa del sacerdote francés Marie Dominique Sire, de la Congregación de San Sulpicio, que procuró que se tradujera la epístola dogmática a casi todas las lenguas.

La Bula dogmática Ineffabilis Deus

La Epístola Apostólica Ineffabilis Deus, por medio de la cual se hizo la definición del dogma, fue traducida a multitud de lenguas, hasta formar ciento diez volúmenes encuadernados. En la preparación de la Bula, que pasó por ocho redacciones, se fue trasladando el acento desde una perspectiva teológico-histórica a un enfoque de la tradición viva de la fe eclesial. Trabajaron en ella los jesuitas y los franciscanos, pero sus proyectos no satisficieron al Papa. Cuando sólo faltaban tres días para el día señalado, el cuatro de diciembre, hizo éste el encargo, trazándole el plan definitivo, al Ilustrísimo Pacifici, Secretario de la Consulta Teológica, que entregó su obra la víspera de la solemnidad, complaciendo totalmente al Pontífice. En ella se volvía a la primera idea, antecediendo la praxis eclesial a la demostración histórica y al apoyo escriturístico.

La Ineffabilis Deus presenta la Inmaculada Concepción en el contexto del amor del Padre que culmina en la Encarnación Redentora del Verbo, e invita a valorarla no sólo desde una perspectiva negativa, la inmunidad del pecado original, sino positiva, ensalzando la plenitud de inocencia y santidad que se deriva de Su creación en la Gracia del Espíritu Santo.

Posteriormente, las Epístolas Encíclicas Ad diem illum del Papa San Pío X Sarto, emitida el dos de febrero de 1904 para preparar el cincuentenario de esta proclamación, y Fulgens Corona del Papa Pío XII Pacelli, publicada el ocho de septiembre de 1953 para el centenario, precisa que el privilegio de la Inmaculada es único, y que María fue radicalmente redimida por Cristo en prevención de su papel en el orden de la Salvación.

Acabemos con las palabras del Cardenal Gomá, que resume magistralmente el mensaje de este dogma mariano: “la Concepción Inmaculada de la Virgen es la cifra y compendio de todas sus grandezas; porque si la Divina Maternidad de María es como la razón que las exige todas, según la doctrina del Angélico, la Concepción Purísima de la Madre de Dios es como la realización histórica de todas ellas, y una prueba, en el primer instante de Su vida, de que Dios la quería tal como Le exigiría Su futura maternidad. […] Así entra la Madre de Dios en la corriente de la humana vida; hecha por Dios no sólo una criatura de privilegio, en cuanto La preservó del pecado original, sino como una síntesis de toda perfección y grandeza, de orden natural y sobrenatural, a que puede ser elevada una pura criatura, y de la que la concepción Inmaculada es la expresión”.

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