08 Feb El convento de frailes capuchinos de Sevilla
En la ronda histórica que rodea el antiguo recinto amurallado, justamente extramuros, frente a la desaparecida Puerta de Córdoba, se erige, avasallado por la modernidad agresiva de una gasolinera, el convento de frailes capuchinos de Sevilla, que, aunque no es ni pálida sombra de lo que fue, conserva todavía algunos jirones del pasado y forma parte de la memoria histórica religiosa de la metrópoli hispalense.
Contenidos
Lugar consagrado por la memoria de los mártires
Según cuenta la tradición y la leyenda, el solar que hoy ocupa el convento está vinculado a las Santas Justa y Rufina, que sufrieron martirio bajo el emperador Diocleciano, en el 287; antes de que se erigiera esta iglesia conventual, existía una ermita dedicada a las patronas inmemoriales de la ciudad, en el lugar llamado Degolladero de los cristianos, título que se remonta a otra persecución, la de los mozárabes, por los musulmanes.
Espinosa de los Monteros y Ortiz de Zúñiga recogen una tradición sevillana que llamaba así a unas hazas de sembrar pan y legumbres, detrás de la citada Ermita, porque se decía que allí se ejecutaba a los cristianos y se obraban muchos milagros.
Otra tradición recuerda su prisión en la Basílica de la Trinidad, donde se conservan las Santas Cárceles, y, con toda probabilidad, junto a ella, estaban sus tumbas en una basílica paleocristiana, según excavaciones en la zona.
Posteriormente fundaron aquí las monjas agustinas de San Leandro. Los agustinos se establecieron en Sevilla poco después de la Reconquista, y procurarían esta fundación de un convento femenino de su orden, de cuyo establecimiento, en este lugar extramuros de la Puerta de Córdoba, no hay noticia anterior al Rey Fernando IV (1295-1314), que les concedió un privilegio, y en 1310 les dio licencia para trasladarse intramuros, a la collación de San Marcos, hasta que acabaron en el lugar que hoy se levanta el convento, collación de San Ildefonso.
La ermita quedó entonces asistida por una confraternidad de varones píos, que ya había en ella, dedicada a San Leandro. Las monjas donaron en 1627 su derecho y señorío de estas casas a los capuchinos.
La familia franciscana y los frailes capuchinos
Como es sabido de todos, la familia franciscana se remonta a la persona y el carisma de San Francisco de Asís (1182-1226). En 1205, estando en oración en Asís, en la Ermita de San Damiano, el crucificado le conminó a la constitución de una familia religiosa de doce hermanos. En 1209 el Papa Inocencio III aprobó la Orden. En 1223 Honorio III sancionó la Regla definitiva. Tres años después, en 1226, tras dictar su Testamento espiritual, murió el fundador.
Ante la polémica en la interpretación del ideal de pobreza, en1230 el Papa Gregorio IX por bula legitimaba el usufructo de donaciones y legados, administrados en su lugar por la Santa Sede.
Pero no cesó el debate sobre la observancia más o menos literal de la Regla, surgiendo el movimiento de los Espirituales frente a los Conventuales, que se consideraban legítimos herederos por obediencia a las decisiones de la jerarquía y de los generales de la Orden.
En la primera mitad del siglo XIV los Espirituales desaparecieron de la escena histórica porque fueron exiliados, perseguidos o procesados por herejía. Pero surgió el movimiento de la Observancia, como llamada a la austeridad y al rigor, frente a los Conventuales, con una Regla adaptada a los tiempos y a las dimensiones universales alcanzadas por la Orden.
La Bula de León X de 1517 consagró la escisión oficial de los Menores en dos órdenes distintas, y pese a la precedencia histórica de los Conventuales, los Observantes asumieron la definición originaria de la Orden de los Frailes Menores.
Los frailes menores capuchinos habían surgido después de la separación definitiva en el año 1517 entre los franciscanos observantes y conventuales. Los problemas dentro de la orden radicaban en que una parte de estos franciscanos reivindicaba la búsqueda del espíritu franciscano primitivo: vida eremítica, pobreza absoluta y predicación.
Estos eremitas que adoptaron un capuchón puntiagudo, surgieron en la región italiana de Las Marcas como seguidores de Mateo da Bascio, líder carismático, que cedió la dirección del movimiento en 1529 a Ludovico da Fossombrone.
Pronto empezaron a extenderse. Clemente VII en 1528 sancionaba jurídicamente el nacimiento de una tercera orden franciscana: los frailes capuchinos. Rápidamente se extendieron por Italia, Francia y España. Finalmente en 1619 Paulo V la reconoció como una orden independiente. Los Capuchinos jugaron un papel importante en las misiones de evangelización y conversión, siendo además excelentes predicadores populares.
Los frailes capuchinos en Sevilla
En Andalucía, el convento de Antequera fue fundado en 1613. Al año siguiente fue la fundación de Granada. La de Málaga fue en 1619, la de Jaén en 1621, la de Andújar en 1622 y la de Ardales en 1627 como la de Sevilla.
Los frailes capuchinos entraron en Sevilla a principios de 1627, siendo su Comisario General Fray Agustín de Granada, que había enviado para ello a siete frailes con Fray Félix de Granada, que habría de ser el primer Guardián. En 1637, finalmente, se erigió en provincia autónoma debido a la notable extensión de la orden por toda Andalucía
Este convento fue el octavo que se fundó en la provincia de Andalucía, tras ganar las licencias precisas de la Ciudad y del Arzobispo, que era Don Diego de Guzmán y Benavides, ese mismo año. Para la ubicación del convento adquirieron la ermita ya citada dedicada a las santas Justa y Rufina, patronas de la ciudad, frente a la Puerta de Córdoba.
Estaban concluidos convento e iglesia en 1630, bendiciéndose el 7 de marzo del mismo año la iglesia, dedicada a las patronas de Sevilla, las Santas Justa y Rufina. Fueron generosamente ayudados por Juan Pérez de Irazábal, noble y poderoso vizcaíno. Sin embargo no fue consagrada hasta el seis de julio de 1790 por el Arzobispo Alonso Marcos Llanes, a puerta cerrada para evitar los gastos que de su publicidad pudiera resultar, como consta en un azulejo del vestíbulo de la ella.
Durante la invasión napoleónica la comunidad fue suprimida el 13 de febrero de 1810 y el convento fue convertido por los franceses en hospital, aunque los Capuchinos pusieron a salvo las pinturas que de Murillo contenía el altar mayor y otros laterales en Cádiz, a donde se enviaron en enero de 1809. Las pinturas volvieron a Sevilla en 1812, pasando con posterioridad a formar parte del Museo de Bellas Artes de la ciudad, tras la desamortización.
Una vez retirados los franceses y gracias a la intervención del Gobernador Militar de Sevilla, el convento fue devuelto a la comunidad, que tomó posesión de él el 2 de enero de 1813, encontrando la mayor parte del mismo expoliado, transformado, mutilado y lleno de escombros.
La iglesia fue renovada y habilitada para el culto, volviendo al convento todos los cuadros que habían sido puestos a salvo en Cádiz, pero la estructura del retablo mayor había sido destruida por los invasores.
En septiembre de 1835 los frailes capuchinos fueron exclaustrados. En marzo de 1836 se suprimían legalmente todos los conventos masculinos y a mediados de 1837 se hacía eficaz el proceso de desamortización en Sevilla. Todo ello provocó la desaparición de los numerosos conventos masculinos, entre ellos el de Capuchinos. La iglesia permaneció abierta a cargo de un fraile exclaustrado.
A partir de esa fecha el convento fue subastado, trasladándose los cuadros de valor al Museo provincial, convirtiéndose en 1856 en hospital de coléricos, salvándose por ello de la piqueta durante la revolución Gloriosa de 1868.
Los frailes capuchinos volvieron de nuevo a Andalucía en 1877, al convento de Antequera. La restauración del convento y el retorno de los frailes a Sevilla se realizó gracias a la petición que elevó el 4 de mayo de 1889 Fray Joaquín María de Llavaneras, Provincial de los Padres capuchinos de España, al Arzobispo de Sevilla, Ceferino González, gracias al cual les fue concedida la iglesia y dependencias anexas el 9 de mayo del mismo año. El 22 de diciembre de dicho año llegaron los primeros frailes a Sevilla y se hicieron cargo del convento.
Tras tomar posesión del inmueble, encontraron el edificio casi en ruinas y expoliado. En 22 de abril de 1894, el ayuntamiento de la ciudad les concedió la parte conventual alta, donde se encuentra la celda de Fray Diego de Cádiz, que fue convertida en oratorio y se colocó un altar con motivo de su beatificación, y algunas otras dependencias. En 1897 finalizó la restauración de la iglesia.
En el presbiterio se colocó un templete de doce columnas corintias con entablamento y cúpula, todo de caoba y filetes dorados, dentro del cual se instaló una pequeña escultura de la Inmaculada del siglo XVII.
A mediados del siglo XX, concretamente en 1964, a raíz de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, se modificó de nuevo el presbiterio, siendo desmontado el templete, y sus accesos al coro bajo. Por último en la década de 1990 se realizó otra transformación que afectó a la iglesia, reduciéndose las dimensiones del coro alto y cambiando de uso el antiguo coro bajo, cuya comunicación con la iglesia se cegó.
El convento
Desde el punto de vista volumétrico, se muestra como un conjunto edilicio bastante homogéneo en altura, con la salvedad de la nave de la iglesia, que permite la superposición de volúmenes entre los tejados a dos aguas de ésta y del resto de las dependencias conventuales.
El convento, como es habitual, cuenta con las dependencias necesarias para este tipo de institución: compás, iglesia, coro, sacristía, claustro, refectorio, sala capitular, celdas, enfermería, etc. El claustro sirve de corazón de la vida conventual en cuanto distribuidor de las principales estancias. Se compone con arcos de medio punto sobre pilastras en planta baja y balcones en planta alta; las galerías se cubren con bóvedas de cañón con lunetos y bóvedas de aristas.
Fachada y compás
El edificio presenta una sola fachada, la principal del convento, que se estructura en un muro de cierre del compás, al que se accede desde la Ronda de Capuchinos.
La portada principal da paso a dicho compás del convento. Ésta se estructura en torno a un gran arco de medio punto doblado, con molduras onduladas, y flanqueado por sendas pilastras sobre las que apoya un frontón triangular en cuyo centro porta una hornacina con una escultura de San Francisco, tallada en piedra y realizada por Pedro Navia y Campos en 1927. Esta escultura es copia del original en terracota realizado por Antonio Susillo, conservado en las dependencias del convento.
Pedro Navia y Campos es un ceramista y escultor de Almendralejo, establecido en Sevilla en 1906. Fue aprendiz con el escultor José Lafita y estuvo en 1918 en el taller del imaginero Sebastián Santos.
El conjunto se remata con pequeños pilares coronados por copetes de cerámica vidriada en blanco. La portada presenta la bicromía característica de muchos edificios sevillanos en los que se alterna el amarillo y el rojo almagra.
Tras la puerta, llama la atención una cruz de forja sobre un balaustre de piedra que se erige a la izquierda, nada más entrar, que recuerda muy probablemente el antiguo cementerio del convento.
Al fondo del patio se alza la fachada de la iglesia, mientras que el acceso al convento se realiza por una puerta que hay a la derecha, sobre la que se alza un azulejo que combina la cuerda seca y el azulejo pintado, historicista, de la época de la restauración de la casa.
El imafronte de la iglesia, al fondo del compás, presenta una estructura muy simple. La fachada de la iglesia se compone de un gran lienzo que se culmina por medio de un frontón triangular con rosetón en el tímpano, reflejo de la estructura a dos aguas del tejado de la nave de la iglesia.
En su parte baja se abren tres arcos de medio punto sobre pilares con columnas angulares, siendo el central más ancho y alto, que constituyen los accesos al templo, y sobre éstos se alza un gran azulejo cerámico de la Divina Pastora, realizado en 1921 por Enrique Orce Mármol en la Fábrica de Ramos, encargado por el P. Juan Bautista de Ardales, conmemorativo del Rescripto Pontificio impetrado por dicho P. Ardales que hacía a la Divina Pastora cotitular de la iglesia.
En las lunetas de los arcos laterales están instaladas dos vidrieras, una de la Inmaculada Concepción, al evangelio, y otra de las Santas Justa y Rufina, a la epístola.
Sobre el azulejo, se abre un vano rectangular que aporta luz al coro alto. Esta fachada se presenta encalada en blanco, resaltando el frontón del remate, cuyas líneas se presentan en albero.
La espadaña se encuentra situada en el muro de la Epístola de la iglesia, apoyada en un sotabanco con una pequeña cornisa, a la altura del claustro. Se estructura en torno a un solo cuerpo y un vano con arco de medio punto con impostas marcadas, flanqueado por pares de pilastras de orden toscano sobre las que apoya un entablamento cuyo friso aparece decorado con metopas lisas y triglifos cerámicos, descansando sobre la cornisa un frontón curvo moldurado, con decoración de recortes en el tímpano, rematado por pequeños pilares finalizados en pirámides, portando el central una cruz papal de forja. Fue restaurada en profundidad a finales del siglo XX.
Capilla de la Venerable Orden Tercera
Al lado izquierdo del compás, transversal a la iglesia, se levanta la capilla de la Orden Tercera a dos aguas, emplazada en el antiguo Huerto de los Novicios. Fue inaugurada en 1725, para que en ella recibiesen el hábito los postulantes y profesasen los novicios.
En 1733 fue ampliada y se construyó el camarín de la cabecera para la Virgen de los Ángeles, obra que aún se continuaba en 1755.
Cuando en 1759 se afrontaba la construcción del retablo mayor, se decidió por 61 votos contra 23 cambiar su primitiva titular, la citada Virgen de los Ángeles, por una imagen de la Divina Pastora, advocación que había sido concebida por Fr. Isidoro de Sevilla en este convento.
El conjunto se bendijo el veintiuno de junio de 1760 por el P. Guardián, Fray Luis de Sestri. Por la tarde se hizo procesión de traslado del Santísimo, la Divina Pastora, San Francisco y San Fidel de Sigmaringa.
Fue la primera imagen de la Divina Pastora en un convento capuchino, porque en Granada la hubo pero fue mandada retirar, y fue trasladada por su Hermandad a los trinitarios. Es además el primer templo dedicado a esta advocación en la ciudad que la vio nacer.
La iglesia conventual
La iglesia consta de tres naves, sin crucero, dividida en cinco tramos y coro alto a los pies de la nave central, bajo el que se sitúa el atrio, y coro bajo tras el presbiterio. La capilla mayor es de testero plano sin retablo en la actualidad.
Las naves se encuentran separadas por pilares cruciformes sobre los que campean arcos de medio punto, separados por pilastras dóricas sobre los que apoya una cornisa moldurada que recorre el interior del templo. Las naves laterales se compartimentan en capillas con algunos retablos de madera sin policromar, a la capuchina, con pinturas y esculturas de distintas épocas.
El interior del templo nos transmite la sobriedad y ascetismo tan característico de las comunidades capuchinas. Se huye de toda decoración efectista o espectacular, en aras de un interior con muros y bóvedas blanqueadas.
La nave central se cubre con bóveda de cañón con arcos fajones y lunetos que alojan ventanales, las laterales con bóvedas baídas y el paso hacia la nave central con arcos dobles. El presbiterio se cubre con bóveda de media naranja gallonada sobre pechinas, precedido por un gran arco triunfal.
Atrio de la iglesia
A la iglesia se accede por un atrio ubicado bajo el coro alto. Allí encontramos una cerámica de la Virgen con el Niño del estilo de los della Robbia y justo al lado hay un azulejo con inscripción que alude al enterramiento de Fray Isidoro de Sevilla, el ideólogo de la devoción a la Divina Pastora, en el II Centenario de su feliz tránsito (1950).
Hay también dos paneles de azulejos de Enrique Orce Mármol: uno de 1922, premiado por el Ayuntamiento, reproduciendo la fotografía de Castellano de la coronación piadosa de la Divina Pastora llevada a cabo el 22 de mayo de 1921 por el Obispo de Ostracine, capuchino, Auxiliar de Córdoba, Argentina, y otro de 1928 copiando el cuadro de Murillo del Abrazo de Cristo a San Francisco, hecho como recuerdo de la celebración del VII Centenario del tránsito del Seráfico Padre.
Presbiterio
En la actualidad en el testero plano del presbiterio podemos encontrar un óleo de San Francisco en éxtasis (220 x 190 cm.), obra tenebrista de Virgilio Mattoni, muy oscurecido por el paso del tiempo. Este pintor tuvo siempre una relación de amistad con el restaurador y primer guardián de la comunidad capuchina, Fray Diego de Valencina, al que obsequió la presente obra. Se duda sobre su cronología exacta, pero lo más probable es que se pintara entre 1895 y 1897.
Debajo de este cuadro se halla un interesantísimo crucificado de estilo barroco del siglo XVII, de autor anónimo. A los lados de éste se sitúan sendas tallas en madera policromada del taller de Duque Cornejo, de las Santas Justa y Rufina en madera encarnada, estofada y policromada. Completan el conjunto, hace poco rehecho, varios lienzos de santos. También muy interesantes son los ángeles lampadarios, de gran tamaño y autor anónimo, que anteceden al presbiterio.
Nave de la epístola
Desde los pies de la zona de la epístola y en dirección al presbiterio encontramos primero la imagen de un San José itinerante, tallado en madera, donado por el municipio sevillano en la restauración del convento. La imagen del Niño fue robada hace unos años, que provisionalmente está instalado en el altar mayor por el año josefino. Detrás, copia del original del antiguo altar mayor de las Santas Justa y Rufina.
Presidiendo las capillas se encuentran unos altares de madera en su color de muy reciente factura y mediocre valor. El primero que nos encontramos al comenzar nuestro paseo por la nave de la derecha es el dedicado a San Antonio de Padua, que cobija en su hornacina una imagen contemporánea del titular en madera policromada, obra de Francisco Marco Díaz-Pintado.
A los lados sendos cuadros rematados en medio punto con Santa María Francisca de las Cinco Llagas y San Lorenzo de Brindis. En el banco, se abre una hornacina en cual podemos contemplar la delicada obra de la Pastorcita dormida, obra de Sebastián Santos Rojas de 1940, dedicada al P. Ardales.
La siguiente capilla carece de retablo, y la preside una imagen reciente del Beato Leopoldo de Alpandeire. Detrás una copia del Abrazo de Jesucristo a San Francisco, conservado en el Museo, y la memoria de los mártires de Antequera, recientemente beatificados.
El siguiente retablo relicario es el dedicado al Beato Fray Diego José de Cádiz, cuyo titular es obra de Antonio Susillo de 1894, imagen que fue costeada por la Infanta María Luisa Fernanda. Este artista, en parte olvidado actualmente, es uno de los principales escultores españoles de la segunda mitad del siglo XIX. Estudió en Roma y París, donde recibió una impronta moderna naturalista que lo marcó, sobre todo de Rodin.
Entre las reliquias del Beato Diego, su sombrero, libros y otros artículos personales, así como ropas y las sábanas en las que se le envolvió una vez muerto. También hay un relicario que contiene la faringe, y no menos curioso es un crucifijo roto del que solo se conserva los brazos y parte del madero que los sujeta.
El último de los retablos es el dedicado a San Félix de Cantalicio con el Niño Jesús, en cuya hornacina se halla el titular en madera policromada obra del escultor Adolfo López, de 1895. A los lados se encuentran imágenes del Niño Jesús y de San Juanito.
Junto a la sacristía, sobre pedestal, una imagen de la Inmaculada Concepción de escuela sevillana del siglo XVII.
Sobre la puerta de acceso al convento se encuentra una copia renacentista de la Virgen de la Antigua de la Catedral de medio cuerpo.
Nave del evangelio
En la antigua sacristía se encuentra el paso de la procesión de la tarde del último domingo de mayo de la Divina Pastora, que se observa tras una reja. De estilo rocalla, fue estrenado el 26 de mayo de 1957. Intervino en la realización el escultor José Vázquez Sánchez y el pintor Manuel Flores Pérez. El programa iconográfico fue diseñado por el padre Juan de Ardales. Costó 100.000 pesetas.
De la cabecera del Evangelio, en la que se abre la antigua sacristía, y hacia los pies, nos encontramos en primer lugar una simple hornacina que preside una interesante dolorosa de candelero, La Virgen de los Dolores, obra de Juan de Astorga del siglo XIX.
A sus lados hay dos lienzos en medio punto con San Ambrosio y el arcángel San Gabriel, historicistas.
A continuación, sobre retablo moderno se encuentra una talla en madera policromada de San Francisco de Asís, de factura barroca. A los lados hay dos tablas pintadas con la técnica del repujado por Virgilio Mattoni, imitando el estilo del siglo XV (142 x 44 cm.), que representan a San Buenaventura y a Santa Isabel de Hungría, de 1895. Sobre ellos dos cuadros modernos, de mediocre ejecución, de San Luis de Francia y de Santa Clara.
A su lado, sin retablo, hay un lienzo copia de época de Murillo con el tema El Éxtasis de San Francisco.
Ya cerca de los pies de esta nave izquierda encontramos un retablo en el que se abre el camarín en que se venera a la Divina Pastora, obra del escultor neoclásico José Fernández Guerrero de 1802. Fue traída de Cádiz por el P. Miguel de Otura en su primer guardianato de Sevilla. Pudo inspirarse para su rostro en la conocida Venus de Médicis, de la Galería de los Uffizi de Florencia. En cualquier caso es una obra clasicista de singular belleza.
La imagen fue restaurada por Sebastián Santos en 1956, cambiándosele los ojos y realizando los corderos que la acompañan. En 1982 se le hizo un nuevo cuerpo para reemplazar el viejo maniquí, obra de Francisco Buiza. Recientemente ha sido restaurada por Fernando Aguado, recuperando su rostro todo su esplendor original.
Siempre ha gozado de gran devoción en la ciudad, y por decreto del Cardenal Arzobispo Amigo, desde el 23 de mayo de 2004 se la considera coronada canónicamente, en virtud de la coronación piadosa de 1921, ya citada. La corona de plata dorada elaborada en 1921 por Antonio Amián Austria, donación particular, tiene amatistas y aguamarinas.
El Niño Jesús que la acompaña, Corazón de Jesús Buen Pastor, de 46 cm., es del círculo de Cristóbal Ramos, finales del siglo XVIII.
Aunque existía un cuadro de la Divina Pastora en la baranda del coro, no hubo una imagen con esta iconografía en la iglesia conventual hasta la que costeó en 1797 María Rosalía Oseguera, viuda de Blas Martín Romeo, Coronel del Regimiento de Infantería de Zamora, por atribuir a su intercesión el haber alcanzado del Rey el aumento de su pensión de viudez. Fue encargada al afamado escultor Cristóbal Ramos, y costeó así mismo sus alhajas y vestidos por más de 200 pesos.
La novena del estreno de esta imagen fue encomendada al Beato Diego José de Cádiz. Pero, por retrasarse el escultor, fue necesario acudir, como en el año anterior, a la imagen de la Orden Tercera. Al acabar ésta, el 30 de abril, después de decir la misa, el Beato Diego bendijo la nueva imagen, que reemplazó a la de la Orden Tercera en el risco del altar mayor, y el lunes 1 de mayo se hizo fiesta de estreno con predicación del mismo orador. Ésta fue enajenada cuando se adquirió la actual y no se ha sabido nada de su suerte.
En el banco del retablo encontramos un grupo de la Sagrada Familia de la Virgen en terracota policromada, de medio cuerpo, de hacia 1760-1770, del círculo de Cristóbal Ramos.
Están a los lados del retablo dos ángeles lampadarios del siglo XIX. Justo después, encontramos dos lienzos: uno de la Estigmatización de San Francisco y otro de la Huida a Egipto. Al final de la nave, sobre pedestal, escultura del Sagrado Corazón de Emilio Pizarro de la Cruz, que provisionalmente está colocada en el presbiterio.
Los capuchinos sevillanos y Murillo
Tanto el antiguo altar mayor, que en las iglesias conventuales de capuchinos suele ser un conjunto de lienzos articulados por un moldurado de madera, como los retablos que se distribuían por las naves, se decoraron originalmente con lienzos de Murillo, que salieron del templo para ya no volver jamás con la desamortización de Mendizábal de 1836, y que, excepto el central del retablo, el Jubileo de la Porciúncula, conservado en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia, están en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.
Estas pinturas habían sido salvadas de los franceses y restauradas por el pintor sevillano Joaquín Bejarano. En agradecimiento, los frailes le regalaron la pieza que presidía el retablo mayor a éste, así como el Ángel de la Guarda a la Catedral en 1814, junto a cuyo tesoro fueron trasladados a Cádiz, donde permanecieron de 1810 al citado año 1814.
Aunque habían sido los capuchinos una de las últimas órdenes religiosas en llegar a Sevilla (1627), sí tuvieron una gran importancia con respecto al arte, puesto que, a pesar de hallarse instalados en un pobre convento extramuros de la ciudad, acogieron como verdaderos padres y mecenas al genial Bartolomé Murillo quien, a su vez, les dejó el conjunto quizás más importante de toda su obra pictórica.
Tras algunas pinturas hechas hacia 1664 para el convento de San Agustín, de las que cabe destacar la que representa a San Agustín contemplando a la Virgen y a Cristo crucificado (Museo del Prado), entre 1665 y 1669 pintó en dos etapas 16 lienzos para la iglesia, destinados a su retablo mayor, los retablos de las capillas laterales y el coro. El repertorio de santos que forma este conjunto incluye, según Pérez Sánchez, algunas de las “obras capitales de su mejor momento”.
Durante los años de 1665, 1666 y 1668 el pobre y humilde convento capuchino fue para el renombrado pintor taller y estancia. Éste había encontrado en el capuchino Fray Andrés de Sevilla, hermano limosnero del convento, a un verdadero amigo suyo, muy bien correspondido siempre en su amistad. Esto, efectivamente, supo él demostrarlo en los tristes momentos por los que pasara Murillo a raíz de la muerte de su querida esposa en 1664.
Más de un año le costó a Murillo pintar y colocar los diez cuadros del altar mayor, en el que sobresalía el central de 4,27 m. de alto por 2,91 m. de ancho, que representaba, como ya hemos comentado, al Señor con la Virgen rodeada de ángeles y San Francisco de rodillas solicitando el privilegio de la indulgencia de la Porciúncula.
En lo que fuera presbiterio de la iglesia conventual de La Merced, hoy Museo de Bellas Artes, se hallan instalados y en el mismo orden en el que estuvieron, todos los cuadros que un día configuraron el singular retablo mayor de los capuchinos.
Las figuras emparejadas de San Leandro y San Buenaventura y de las Santas Justa y Rufina, que ocupaban los lados del primer cuerpo del retablo, tienen ese carácter tan propio del pintor de vivos retratos y de profunda humanidad en sus expresiones serenas y melancólicas.
Las santas sevillanas, titulares de la iglesia, acompañadas por algunos cacharros de cerámica de bella factura en alusión a su profesión de alfareras, sostienen una reproducción de la Giralda en recuerdo del terremoto de 1504, en el que según la tradición impidieron su caída abrazándose a ella.
También San Leandro alude a la historia del templo, pues aquí se había fundado, como hemos visto, el convento de agustinas a él dedicado, que ahora traspasaba a San Buenaventura en representación de la orden franciscana, a quien, contrariamente a su habitual iconografía, Murillo representó barbado, por ser convento de capuchinos, y con la maqueta de una iglesia gótica, probablemente copiada de un grabado, para significar su antigüedad, como Padre de la Iglesia.
En el segundo cuerpo se encontraban a ambos lados San José con el Niño, que ofrece una imagen de gran ternura, y San Juan Bautista, que exhibe un magnífico estudio anatómico.
En el remate, redondeados primitivamente en sus lados externos, estaban San Antonio de Padua y San Felix de Cantalicio, ambos muy expresivos.
En los muros laterales de la capilla mayor pintó la Anunciación y la Piedad, ambos de medio punto.
Los otros cuadros, colocados en los ocho altares existentes a lo largo de las naves laterales, seguramente los concluiría en una segunda estancia en el convento, año 1667, además del lindísimo y bien conocido cuadro de la Virgen, titulado como de la Servilleta, que, según la leyenda, pintara para el dicho Fray Andrés.
En la primera capilla de la izquierda estaba San Antonio con el Niño. En la siguiente capilla se encontraba la Inmaculada con el Padre Eterno. En la última estaba San Francisco abrazando al Crucificado.
En el muro derecho estaba, en la primera capilla, la Adoración de los Pastores. Seguía a continuación San Félix de Cantalicio abrazando al Niño.
El de Santo Tomás de Villanueva, hacia 1668, óleo sobre lienzo, 383 x 188 cm., estaba en la capilla junto a la entrada del templo. Murillo llamaba a este cuadro “su Lienzo”, según cuenta Antonio Palomino, quien destacaba la figura del mendigo de espaldas, “que parece verdad”.
Ejemplifica bien el grado de magisterio alcanzado por el pintor en esta serie. El santo, aunque agustino y no franciscano, había sido recientemente canonizado por Alejandro VII, y, como Arzobispo de Valencia, había destacado por su espíritu limosnero, lo que resalta Murillo disponiéndole rodeado de mendigos a los que socorre junto a una mesa con un libro abierto, cuya lectura ha abandonado, para significar de este modo que la ciencia teológica sin la caridad no es nada.
La escena discurre en un interior de sobria arquitectura clásica y notable profundidad señalada por la alternancia de espacios iluminados y en sombras. Una monumental columna en el plano medio a contraluz permite crear un halo luminoso en torno a la cabeza del santo, cuya estatura acrecienta el mendigo tullido arrodillado ante él, con un estudiado escorzo de su espalda desnuda.
Igual de estudiadas parecen las contrastadas psicologías de los mendigos socorridos, desde el anciano encorvado que acerca la mano a los ojos, con gesto de asombro o de incredulidad, la anciana que mira con semblante huraño y el muchacho tiñoso que aguarda suplicante, al niño que en el ángulo inferior izquierdo del lienzo y destacado a contraluz, muestra a su madre con radiante alegría las monedas que ha recibido.
En los cuadros dedicados a santos franciscanos, pero especialmente en el San Francisco abrazando a Cristo en la Cruz que figura entre los cuadros más populares del pintor, la suavidad de luces y colores, armonizando sin violencia el pardo del hábito franciscano con los fondos verdosos o con el cuerpo desnudo de Cristo, intensifican el carácter íntimo de sus visiones místicas, despojadas de todo dramatismo.
Muy representativo de la evolución del pintor es el citado cuadro de la Adoración de los pastores. Comparada con otras versiones anteriores del mismo tema, como la conservada en el Museo del Prado de hacia 1650 de estricta observancia naturalista, se puede advertir en ella con toda claridad, la novedad que suponen estas pinturas en cuanto a la factura pictórica de su pincelada ligera y la utilización de la luz para crear con ella el espacio, valiéndose de los contraluces, frente al claroscuro y el modelado prieto de sus primeras obras.
En el trasaltar, presidiendo el coro bajo, se encontraba la llamada Inmaculada Niña.
En el traslado de la francesada se perdió el rastro de un San Miguel, que hacía pareja con el Ángel de la Guarda de la Catedral, y de una Santa Faz.
Ramón de la Campa Carmona
Academia Andaluza de la Historia