DEVOCIÓN AL SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS

DEVOCIÓN AL SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS

Ramón de la Campa Carmona

Academia Andaluza de la Historia

 

Nombre y conocimiento

En primer lugar los nombres tienen su significado intrínseco, cognitivo, que nos ayuda a sistematizar nuestro conocimiento de la realidad. En segundo lugar, tienen un contenido dinámico, evocador del ser que nombran: en tanto que designan la íntima naturaleza de un ser, introducen una presencia activa de éste. Platón decía que “quien conoce el nombre, conoce también las cosas”, es decir, conocer el nombre denota conocer la cosa en sí misma. Los nombres son más que simples etiquetas para identificar la realidad, constituyendo auténticas claves socioculturales.

El nombre en la mentalidad semítica

Concretamente para los semitas, los nombres propios tenían un significado intrínseco, que era indicado por su propia composición, por su etimología o era evocado por su pronunciación. En el pueblo judío, a la hora de imponer nombre a un recién nacido, dos usos parecen ser los más difundidos. El primero, escoger nombres teóforos, con los que se quería poner al niño bajo la protección de la divinidad, o se pretendía dar gracias y rogar a Dios por el gozoso evento. Así, por ejemplo, Isaías=Dios salva, Josué=Yavé es salvación, etc.

El segundo, la atribución de nombres que recuerdan alguna circunstancia o particularidad del neonato; por ejemplo, Raquel, porque parecía morir en su penoso parto, llamó a su hijo último Benjamín=hijo de mi dolor (Gén. 35, 16-18).

Igualmente, los hebreos acostumbraban hacer el nombre de sus héroes nacionales o religiosos el símbolo de su misión o carácter: Eva es “la madre de todos los vivientes”, Abrahán es “el padre de una multitud”, Jacob es “el que suplanta”, etc.
Todo esto tiene sentido porque en la cultura semítica el nombre tiene un aspecto dinámico: donde está el nombre está de alguna manera la persona, con su fuerza, pronta a manifestarse.

Conocer a uno por el nombre implica conocerlo hasta el fondo y poder disponer de su potencia. Esta concepción tiene un papel importante en relación a los seres superiores, que no son cognoscibles normalmente por el hombre; el único acercamiento a ellos es el de conocer su nombre.

El nombre del dios esconde su presencia misteriosa y representa el medio más accesible de comunicación entre el hombre y él. El conocer el nombre del dios y pronunciarlo permite al hombre adentrarse en el misterio divino, ya sea mágico o religioso, y, por tanto hacerse escuchar y ganarse a la divinidad.

Por último, en la tradición semítica existe también el concepto de que quien impone a uno el nombre que debe llevar o se lo cambia está ejerciendo un poder absoluto, la soberanía que tiene sobre él; así vemos que Adán impuso nombre a todos los animales de los que podía disfrutar.

También el Dios de los hebreos ejerce su dominio absoluto imponiendo y cambiando los nombres de Abrán en Abrahán y de Sarai en Sara (Gén. 17, 5-15), en relación a sus nuevas funciones, y de Jacob en Israel (Gén. 32, 29).

El nombre de Dios en la Biblia

La necesidad de saber el nombre de la divinidad en la que se cree ha sido siempre intrínseco al espíritu humano, porque el propio nombre es garantía de su existencia.

Por eso, cuando Moisés (Éx. 3) viene llamado por Dios para su misión en el pueblo hebreo, lógicamente le pregunta su nombre para poder comunicárselo al pueblo, que se le revela: Yavé, que significa “Yo soy”.

Yavé, el tetragrammaton divino

Sólo en el Nuevo Testamento se le atribuye a Dios el nombre de Padre por parte de Jesús, porque es el nombre que expresa más profundamente el ser divino.

El Mesías, el Cristo, recibió de José el nombre de Jesús, según le había sido ordenado en sueños por el ángel, porque “él salvará al pueblo de los pecados” (Mt. 1, 21-25). Es decir, el significado del nombre de Jesús es Salvador, en cuyo nombre actúan los discípulos.

Nuestro Jesús castellano viene del Jesus latino y éste, a su vez, del Iesous griego, transcripción del arameo Yeshu, que significa ‘Yavé es salvación’. No era un nombre exclusivo, ni siquiera en los tiempos bíblicos, y hoy es común en el este de habla árabe y en los países hispanos.

Desde los tiempos apostólicos este nombre ha sido tratado entre los cristianos con el mayor respeto, porque representa al Señor y a su misión salvadora.

El propio Jesucristo nos prometió solemnemente que todo lo que pidamos al Padre en su Nombre será atendido, porque, como nos afirma San Pablo en Filipenses, el Nombre de Jesús ha recibido honor, gloria y poder por los méritos de su Encarnación, Pasión y muerte en la Cruz. Así ya los apóstoles obran milagros en su Nombre.

Origen del emblema JHS

A principios del siglo XIII se introdujo en Occidente por influjo griego la abreviatura de Jesús: IHS, dos primera letras y última de dicho nombre en griego, eliminándole la segunda parte de Cristo XPS. Este monograma, introducido en un círculo, fue frecuentemente utilizado como sagrario, lo que contribuyó a su gran difusión.

En el norte se Francia se empezó a utilizar en letra gótica minúscula, es decir, Jhs. Al cruzar el trazo horizontal de la abreviatura que figura sobre las letras, se formaba una cruz al cruzarse con el palo de la h, que se incorporó también cuando se escribía el monograma con letras mayúsculas latinas, introduciéndola sobre él.

Recibió su divulgación definitiva en las misiones populares de los franciscanos, que pasaremos a continuación a detallar, por lo que acabó por llamarse crismón bernardiniano. Se le da una interpretación de carácter soteriológico: Jesus Hominum Salvator y también In Hoc Salus.

Para que su predicación no fuera olvidada fácilmente, San Bernardino de Siena, del que hablaremos más adelante, con profunda intuición psicológica, inventó un emblema de colores vivaces utilizando este trigrama, para ser colocado en lugares públicos y privados, sustituyendo blasones y escudos de familias y corporaciones a menudo en lucha entre ellas, llamado trigramma bernardiniano. Tuvo un gran éxito, difundiéndose por toda Europa; incluso Santa Juana de Arco quiso recamarlo sobre su estandarte.

Consiste en un sol radiante en campo azul sobre el que se colocan las tres letras iniciales de Jesús en letras mayúsculas griegas; bien alargó el asta vertical de la H para formar una cruz o presentó ésta saliendo del centro de la letra. El mismo santo lo interpreta: el sol central es clara alusión a Cristo, que da su vida como hace el sol, y sugiere la idea de la irradiación de la caridad, pues el calor del astro rey se difunde por los rayos, doce flamígeros que representan los apóstoles y ocho rectos que representan las bienaventuranzas; el aro que circunda el sol recuerda la felicidad sin fin de los bienaventurados; el celeste del fondo alude a la fe y el oro al amor. Se envuelve todo por un círculo en el que se escribe el versículo de Filipenses: “En el nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en los abismos”.

El significado místico de los rayos flamígeros se expresaba en una letanía: 1°, refugio de los penitentes; 2°, estandarte de los combatientes; 3°, remedio de los enfermos; 4°, consuelo de los que sufren; 5°, honor de los creyentes; 6°, alegría de los predicadores; 7°, mérito de los que trabajan; 8°, auxilio de los desfallecidos; 9° suspiro de los que meditan; 10° sufragio de los que oran; 11°, gusto de los contemplativos; 12° gloria de los que triunfan.

San Bernardino solía llevarlo como estandarte cuando llegaba a una nueva ciudad a predicar, y sobre tablillas de madera que el santo franciscano apoyaba sobre el altar en que celebraba misa antes el sermón, y con una tablilla de este tipo bendecía al final a los fieles.

Decía San Bernardino: “Ésta es mi intención, renovar y clarificarlo el nombre de Jesús, como en la primitiva Iglesia”, explicando que, mientras la cruz evocaba la Pasión de Cristo, su Nombre recordaba todos los aspectos de su vida: la pobreza del pesebre, la modesta carpintería, la penitencia en el desierto, los milagros de la caridad divina, los sufrimientos del Calvario, el triunfo de la Resurrección y de la Ascensión. San Bernardino no hacía otra cosa que reavivar la devoción ya presente en San Pablo y secundada en el medievo por algunos padres de la Iglesia.

Trigrama de San Bernardino

 El culto devocional y litúrgico del nombre de Jesús y los franciscanos

Aunque el Santísimo Nombre de Jesús fue siempre honrado y venerado en la Iglesia desde los tiempos apostólicos, sólo en el siglo XIV comenzó a tener un culto devocional litúrgico. La conmemoración del Santísimo Nombre de Jesús va unida a la fiesta de la Circuncisión y es, en realidad, un desglose devocional de ésta. Formularios litúrgicos de veneración a dicho nombre de Jesús aparecen ya en el siglo XI. En el siglo XIV aumentan por obra de las misiones populares franciscanas.

Grandes predicadores y propagadores del culto del nombre de Jesús fueron los franciscanos: San Bernardino da Siena (1380-1444), San Juan de Capistrano (1386-1456), el Beato Alberto da Sarteano (1385-1450) y el Beato Bernardino da Feltre (1439-1494).

San Bernardino de Siena (1380-1444), nacido en Massa Maritima, cerca de Siena, en 1380, ingresó en los frailes menores a los 22 años, y se dedicó, tras quince años de vida religiosa, a la predicación por el norte y el centro, tarea apostólica en la que obtuvo gran notoriedad.

Se dedicó a extender la devoción al nombre de Jesús, que había nacido entre los místicos renanos de Centroeuropa y que él decidió divulgar. Para ello, él propagó el emblema JHS (utilizándolo en minúsculas en letra gótica), que hizo pintar en dorado, rodeado de rayos lisos y flamígeros, sobre tablillas, algunas de las cuales aún se conservan, que pasaba a hacer besar tras sus sermones, lo que le hizo, como veremos al tratar de su discípulo San Juan de Capistrano, ser acusado de idolatría o superstición ante el Papa. Incluso convenció al gobierno de Siena para que cambiara su escudo de armas por el monograma de Jesús circundado por el sol.

San Bernardino de Siena, O. F. M.

San Juan de Capistrano (1386-1466) peregrinó por los reinos, provincias y ciudades de Francia, Saboya, Florencia, Milán, Nápoles, Sicilia, Génova, Venecia, Chipre, Palestina, Alemania, Bohemia, Polonia y Hungría. Destacó en pregonar la gloria del Dulcísimo Nombre de Jesús en las calles.

Defendió en Roma a su maestro San Bernardino de Siena cuando fue acusado ante el Papa Martín V Colonna de idolatría al exponer el Dulcísimo Nombre de Jesús a la pública adoración.

En su viaje hacia Roma, al pasar por Aquila, decidió predicar allí las alabanzas del Santísimo Nombre de Jesús, y mandó hacer una bandera, fijando en ella por empresa las letras de este Nombre formadas en campo de sol, y orladas con rayos de luz.

Enarbolando la bandera salió del convento de esta ciudad conminando a oír sus divinas alabanzas a todos los moradores. Seguido de un concurso numerosísimo, cuando llegó a un campo adecuado dio principio a su sermón con la bandera en la mano, en el que exaltó los misterios y grandezas del nombre de Jesús.

Después prosiguió la marcha a la Ciudad Eterna, enarbolando siempre la bandera, seguido de muchos habitantes de Aquila. Al entrar en Roma, la tremoló y con sus seguidores empezó a cantar himnos y alabanzas al Dulcísimo Nombre de Jesús. Se incorporaron, entusiasmados, moradores de Roma, y se encaminaron al Vaticano para asistir a la disputa. El Papa conmovido aplazó dos días la resolución de la controversia y aprobó que Capistrano pudiese abogar en la causa de San Bernardino.

Llegado el día aplazado se reunieron todos en San Pedro y fue resuelta la controversia a favor de los dos franciscanos. El Papa concedió a San Bernardino y a todos los frailes menores facultad para predicar por todo el mundo las glorias del Dulcísimo Nombre de Jesús, exponiéndole en tarjetas a la adoración pública.

Por todo esto, casi todos los conventos fundados por los franciscanos en aquellos tiempos tomaban por título el de Jesús, e hizo que fueran denominados popularmente Frailes de Jesús o jesuatos.

Santos Bernardino de Siena y Juan de Capistrano

El Beato Bernardino de Feltre (1439-1494) fundó muchas cofradías por toda Italia del Santísimo Sacramento y muchas otras dedicadas al Nombre de Jesús o a la Inmaculada o a San José. Una de las del Nombre de Jesús fue la de Padua.

Enseñaba a todos a que pronunciaran devotamente los nombres de Jesús y de María, que siempre tenía en sus labios como signo de salvación.

Conminaba a los fieles, siguiendo las trazas de San Bernardino, a inscribir el nombre de Jesús sobre las puertas de las casas, y promovía la construcción de altares a esta devoción, como ocurrió en Mantua con patrocinio de los Gonzaga.

En Vincenza fue tanto el entusiasmo promovido por su predicación que se confeccionaron muchos estandartes con el Nombre de Jesús entre rayos de oro. Y se cantaban públicamente devotas canciones al Nombre de Jesús, sobre todo aquella que dice Gesù, Gesù, Gesù, ognun chiami Gesù. Fundó allí la Cofradía del Nombre de Jesús en 1494. Lo mismo podemos decir de lo ocurrido en Parma, Milán o Pavía.

B. Bernardino de Feltre, O. F. M.

Institución de una fiesta litúrgica

Fruto de todo ello fue que ya a fines del siglo XV fue instituida una fiesta litúrgica en su honor en algunas diócesis de Alemania, Escocia, Inglaterra, España y Bélgica. Su Oficio y Misa fueron compuestos por el franciscano Bernardino de Bustos, que aprovecha himnos del siglo XIII, y, aprobado por el Papa también franciscano Sixto IV della Rovere, es prácticamente el que luego será extendido a la Iglesia Universal.

El veinticinco de febrero de 1530 el Papa Clemente VII Medici autorizó a los Menores recitar un Oficio del Santísimo Nombre de Jesús, que fue progresivamente extendiéndose, y cuya memoria era fijada en diferentes fechas.

Los franciscanos, carmelitas y agustinos, el catorce de enero; los jesuitas, como a su titular, el tres de enero; las Iglesias de Salisbury, York y Durham en Inglaterra y Aberdeen en Escocia, el siete de agosto; en Lieja, el treinta y uno de enero; en Compostela y Cambrai, el ocho de enero; los cartujos, en 1643, el segundo domingo después de Epifanía, fecha esta última que fue difundiéndose por España.

Los dominicos la incorporaron en la revisión litúrgica ordenada por el Maestro de la Orden Antonino Cloche (1686-1720) para el quince de enero; hasta entonces se seguía celebrando en unión de la Circuncisión, como consta en el Capítulo General de Bolonia de 1615.

Inocencio XIII Conti extendió esta fiesta a toda la Iglesia Latina el veinte de diciembre de 1721, y la fijó en el II domingo de Epifanía. La fecha de celebración osciló entre los tres primeros domingos de enero; San Pío X por el motu proprio Abhinc duos annos de veintitrés de octubre de 1913 la aproximó al domingo entre los días 2 y 5 de enero y, en su defecto, el día 2, fecha en la que queda fijada en 1923. En el calendario de 1969 fue eliminada y reducida a misa votiva; en la última revisión del 2003 ha sido restaurada y fijada el 3 de enero como memoria libre.

El Siervo de Dios dominico español Juan Micón (+ 1555) compuso una devota Corona en honor del Santísimo Nombre de Jesús sobre el modelo del Rosario, aprobada por Clemente VIII Aldobrandini, con el Breve Cum sicut accepimus del 2 de febrero 1598, que concedía varias indulgencias a los fieles que la recitasen devotamente.

Otro fraile dominico compuso una Coronilla más simple para los inscritos en la Cofradía del Santísimo Nombre de Jesús de sólo tres décadas, que presentan a la meditación tres misterios principales: la imposición del Santísimo Nombre en la circuncisión, su exaltación en el título de la cruz y su glorificación en la Resurrección.

Existen también las Letanías del Santísimo Nombre de Jesús, que se acostumbra en muchos sitios recitar durante el mes de enero individual o comunitariamente para obtener particulares gracias, porque, como se lee en los Hechos de los Apóstoles (3) “en su nombre se obraron estrepitosos prodigios”.

Los dominicos y la devoción al nombre de Jesús

Ésta, sin duda alguna, hunde sus raíces en el mismo fundador. Se cuenta de Santo Domingo que siempre tenía en sus labios el nombre de Jesús, y en sus viajes solía cantar, entre otros himnos, el Jesu, nostra redemptio.

El Beato Jordán de Sajonia (+1237), sucesor de Santo Domingo como Maestro de la Orden, compuso una particular salutación formada por cinco salmos, que componen con su letra inicial un acróstico del nombre de Jesús.

Éste mismo cuenta que un fraile originario de Maastrich (Holanda), llamado Fray Enrique, amigo y compañero suyo, cuando era prior de Colonia en 1229, predicaba la devoción al nombre de Jesús, incitando entre los fieles sentimientos de reverencia.

El Papa Beato Gregorio X Visconti, que se había formado en París con los dominicos, por una bula del 20 de septiembre de 1274, encargó oficialmente la promoción de la alabanza y veneración del Santísimo Nombre de Jesús a los dominicos.

El Beato Juan de Vercelli (+1283), a la sazón Maestro de la Orden, en una carta comunicó a todas las comunidades el encargo pontificio. A partir de entonces los dominicos se dedicaron con ardor, mediante su predicación y sus escritos, a poner en práctica el encargo del Papa. En el Capítulo General de 1278, celebrado en Milán, se encomendó a los priores observar y hacer observar el mandato pontificio.

El beato dominico, místico renano, Enrique Susón, se tatuó en el pecho el trigrama de Jesús

Los dominicos y las cofradías del Santísimo Nombre de Jesús

Estas cofradías son creación de los frailes dominicos. Aunque con raíces bajomedievales, responden en su mayoría al clima de la reforma tridentina. Parece ser que la primera es la que fundó en Portugal en 1423 el P. Andrés Díaz, obispo dominico dimisionario de Megora, en Acaya (actual Grecia), y retirado a su convento de Nuestra Señora del Rosario de la capital portuguesa, en la misma Lisboa por un prodigio.

En 1432 afligía al pueblo portugués una peste muy cruel que estaba asolando a la población. En ese contexto, el P. Andrés Díaz organizó solemnes celebraciones en el altar dedicado al Santísimo Nombre de Jesús del convento dominico de Lisboa, para que el Señor se apiadara y pusiera fin a tan mortal epidemia.

El veinte de noviembre, en las I Vísperas de la fiesta de la Presentación de la Virgen, dicho padre dominico, después de un inflamado sermón, según había anunciado desde el púlpito el domingo anterior, bendijo, revestido de ornamentos pontificales, el agua en el Nombre de Jesús, invitando a los fieles a tomarla y bañar con el agua a los aquejados de peste.

Tanto fue el ímpetu de los fieles, que se arrojaron sobre la tina del agua, que ésta se rompió y el agua se derramó por el suelo, teniendo que recogerla empapando paños. Todo el que fue tocado por aquella agua, recibió inmediatamente la sanación. La noticia se expandió por todas partes, y acudieron muchos al convento dominico para ser bañados en esa agua bendita. Antes de navidad el país estaba prácticamente libre de la epidemia.

Entretanto, los más fervorosos se dedicaron a exaltar la potencia del Nombre de Jesús, hasta que este movimiento devocional cuajó en la fundación de una Cofradía del Santísimo Nombre de Jesús, cuyos miembros se comprometían no sólo a honrar esta Santísimo Nombre sino a erradicar la blasfemia y los juramentos en vano.

Decidieron rendir pública acción de gracias al Señor estableciendo una gran fiesta el día primero del año siguiente, 1433, fiesta de la Circuncisión, y por lo tanto de la imposición del Nombre de Jesús, con solemne procesión, en la que participaron junto a gran concurso del pueblo cristiano, los monarcas, la nobleza y clero.

En el marco de esta celebración se oficializó la fundación de una cofradía, para lo que el anciano prelado escogió siete cofrades para dirigirla y redactar su Regla y Estatutos.

Fueron aprobados sus Estatutos, que se redactaron con diligencia ese mismo año, por el Cardenal Renuncio, Penitenciario Mayor del Papa Eugenio IV y por el Cardenal-Infante Enrique el uno de enero de 1433. Con posterioridad, se añadieron nuevos capítulos, que fueron de nuevo sometidos a la aprobación del cardenal delegado del Papa, que les dio la sanción definitiva.

Se señaló como fiesta principal de la cofradía el primero de año, por conmemorarse la imposición del Nombre de Jesús y empezar a consumarse su obra salvadora con el derramamiento de su divina sangre al cumplir la Ley mosaica, con procesión solemne de acción de gracias, con asistencia de los dominicos del convento y los cofrades, portando reverentemente un sacerdote una imagen del Niño Jesús, en medio de himnos y cánticos.

A partir de aquí fueron difundiéndose por Portugal. La bula del Papa Nicolás V Parentucelli Humilibus, de treinta de noviembre de 1450, está dirigida a las cofradías establecidas en los conventos dominicos portugueses.

En España encontramos una Cofradía del Nombre de Dios contra blasfemias y juramentos erigida en Burgos por Fr. Diego de Vitoria (+1551), destacado predicador y hermano del célebre jurista de la Universidad de Salamanca, en año 1550, con Estatutos del P. Domingo Soto, famoso teólogo también de Salamanca, que había predicado frecuentemente sobre la perversidad de la blasfemia.

Responde a la sensibilidad tradicional de la Orden por reprimir la blasfemia y los juramentos en vano. El P. Vitoria había colaborado en la reforma de la Provincia de Portugal, donde debió conocer este instituto. Pronto empezaron a difundirse por la Provincia de España.

Cuando el Papa Pío IV Medici (1559-1565) revalidó el encargo a la Orden de Predicadores de la promoción de la reverencia al Santísimo Nombre de Jesús, aumentó lógicamente en la Orden la predicación y organización de esta devoción.

Él mismo confirmó el estatuto de la cofradía burgalesa y concedió la Indulgencia Plenaria a los agregados a ella en el día de la Circuncisión del Señor, por las bulas de 1564, Injuctum nobis, del trece de abril, y Salvatoris, del quince del mismo mes, obtenidas gracias a la gestión del sucesor en esta obra del P. Vitoria, el P. Juan Gallo de Andrada, enviado a Roma por Felipe II para participar en el Concilio de Trento. Se conmina en ellas a los Obispos que las promuevan y atiendan, se considera un movimiento originado en Burgos, se les concede indulgencia y señala como su fiesta principal la Circuncisión.

Cuando los jesuitas, establecidos en Burgos a partir de 1551, quisieron establecer en su iglesia burgalesa un Hermandad del Dulce Nombre, los dominicos se opusieron aduciendo que este instituto era propio de la Orden de Predicadores.

En el Capítulo General de Bolonia de 1564 se urgió en el cumplimiento de la encomienda pontificia a la Orden de predicar para la erradicación de la blasfemia y de los perjurios, y se reconoció ya a las Cofradías del Nombre de Dios como un instrumento inestimable para ello, y se citan las bulas que privilegiaban a la cofradía de Burgos y a las que se regían por sus Estatutos, extendidas por toda España.

A petición del mismo dominico Juan Gallo, definidor en el Capítulo General de Roma de 1571, en éste se exhortó a promover desde la Orden dichas Cofradías del Nombre de Dios, y consiguió del también dominico Papa San Pío V Ghislieri la bula Decet Romanum Pontificem, en la que se afirma que estas cofradías han tenido su origen en la Orden de Predicadores y que son una poderosa arma de evangelización, y se ordenaba que donde hubiera conventos de dicha Orden sólo allí se instituyesen, y, donde no, lo hiciesen con licencia del Prior Provincial o Conventual en cuyo distrito se encontrase dicha localidad.

En el Capítulo General de Barcelona de 1574, se volvió a insistir en que los predicadores promoviesen esta Cofradía del Nombre de Dios contra blasfemias y perjurios.

El Papa Gregorio XIII Buoncompagni, en la bula Alias per de nueve de julio de 1580, citando a su antecesor San Pío V, atribuye el origen de este movimiento a la Cofradía de Burgos, y revalidó todo lo preceptuado por dicho papa a petición de la Cofradía del Nombre de Dios del Convento romano de Santa Maria sopra Minerva.

En el año 1589 los dominicos recibieron el privilegio de celebrar procesión del Santísimo Nombre de Jesús cada segundo domingo de mes, porque el primero estaba reservado al Rosario. En ella, con la participación de los inscritos en la cofradía, se cantaba el himno Jesu dulcis memoria. Se portaba una imagen del Niño Jesús, con la cual después se impartía la bendición.

En el Capítulo General de Venecia de 1592, reivindicaron estas cofradías como patrimonio de la Orden, polo que se ordenó se promovieran y los predicadores insistieran en su utilidad y a los priores que las establecieran en iglesias propias, siempre con licencia del Maestro de la Orden o su Vicario, con altares bien ubicados y decentemente conservados, y las atendieran convenientemente, y si se fundasen en otras iglesias, previa petición de la comunidad y licencia de la autoridad local, se nombrara a un sacerdote idóneo con consentimiento del prior más cercano, que procediera a la fundación según el modelo de la del convento de la Minerva.

Clemente VIII Aldobrandini, en la bula Cum sicut accepimus de dos de febrero de 1598, reconoce que forman parte del  patrimonio espiritual de la Orden. Entre otras indulgencias, las concedió al Rosario del Dulce Nombre, ideado, como ya hemos comentado, por el dominico español P. Micón, en quince misterios, organizado en tres partes.

En el Capítulo General de Nápoles de 1600 se recordaba todo lo concerniente a este tema dispuesto por el Capítulo General de Venecia de 1592 y se encomendó que se hiciera un registro de estas cofradías. En el de Valladolid de 1605 se siguió en la misma línea.

Paulo V Borghese, por la bula Cum certas de treinta y uno de octubre de 1606, concedió indulgencias a la Archicofradía del Convento de la Minerva y a cuantas a ella se agregaran, y se restringió al Maestro de la Orden o a su Vicario instituir estas cofradías y comunicarles las indulgencias. Se habla de la fiesta y procesión del segundo domingo de mes.

En 1612, por la bula Pias Christi de veintiocho de septiembre, el mismo Papa Paulo V ordenó que tales cofradías se fundasen en los conventos dominicos, y donde no hubiera, obtuvieran la autorización del Maestro de la Orden, al par que se concedieron indulgencias a la procesión de los segundos domingos de mes. El mismo Papa, por la bula Sicut nuper accepimus de treinta y uno de octubre de 1613, concedía indulgencias a la Cofradía del Dulce Nombre de Sevilla.

En el Capítulo General de Bolonia de 1615 se elevó la fiesta de la Circuncisión del Señor y Santísimo Nombre de Jesús a rito doble.

En el de Tolouse de 1628 se remitía al de Venecia de 1592, y se rogaba al Maestro de la Orden que concediera facultades a los frailes para instituirlas.

En el de Roma de 1644, según se comenta diplomáticamente, frente a “obstrucciones de adversarios”, se encomendaba al Maestro de la Orden obtuviera un Breve sancionando estas cofradías conventuales y la procesión del segundo domingo de cada mes.

En la bula Ad ea de veintiocho de enero de 1671, el Papa Clemente X extiende el goce de las indulgencias de la Orden de Predicadores a la oración mental tanto a los cofrades del Rosario como del Dulce Nombre.

El Papa Inocencio XI Odescalchi, por la Bula Cum dudum de veintiséis de marzo de 1683, a petición del Maestro de la Orden, revalidó las indulgencias concedidas a todas las cofradías de la Orden de Predicadores, debiendo contar con la licencia en su erección del Maestro de la Orden o de su Vicario.

El Papa dominico Benedicto XIII Orsini, por la bula Pretiosus de 1727, volvió a recordar que estas cofradías sólo podían erigirse en los conventos de la Orden de Predicadores, atendidas por los frailes, o con licencia del Maestro de la Orden o su Vicario.

En el Capítulo General de Roma de 1756 se ordenaba que se diera a conocer a los estudiantes de la Orden estas cofradías como patrimonio de la Orden y que se les expusiera su utilidad.

En el de 1777 se señalaba que estas cofradías pertenecían a la Orden de Predicadores por decisión pontificia, por lo que correspondía a los frailes examinar las que hubiera en ciudades y pueblos y erigir o restablecer y promocionar las existentes.

En el de Roma de 1838 simplemente se resumió lo ya dispuesto en capítulos anteriores, y en de la misma ciudad de 1862 se recordaba que solo la Orden por delegación de la Sede Apostólica tenía facultad para instituir estas cofradías, y se mandaba promoverlas y cuidarlas.

Incluso las constituciones actuales recomiendan la atención a estas cofradías como parte del patrimonio espiritual de la Orden.

San Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús

Remate del altar mayor de la famosa basílica jesuítica romana del Santissimo Nome di Gesù all’Argentina

El monograma de Jesús, San Ignacio debió sin duda verlo en su forma minúscula en letra gótica a la entrada del Colegio de Santa Bárbara, de la Universidad de París.

El fundador de la Compañía de Jesús empezó a utilizar dicho monograma al comienzo de sus principales cartas y escritos, y en mayúsculas latinas lo incorporó en sus principales publicaciones y en su sello generalicio, el Sigilllum Praepositi Societatis Jesu, poniendo debajo del monograma una media luna con dos estrellas, que se han interpretado como una representación heráldica del firmamento, respondiendo al pensamiento: “Nomen Jesu exaltatum super omnes caelos”.

Aún en vida de San Ignacio, en testimonio de su secretario Juan Antonio de Polanco, se puso el monograma sobre la puerta principal del Colegio de Gandía, fundado en 1550, y en la primera piedra del de Barcelona, que se puso en 1553. De ahí fue difundiéndose por casas, altares, portadas de libros, etc. de la Compañía de Jesús en honor de su titular.

Sin embargo, mucho más frecuentemente, en el escudo jesuítico, bajo el monograma, se incluyeron finalmente los tres clavos de la crucifixión unidos por sus puntas. A finales del siglo XII ya habían aparecido en Alemania meridional crucificados de tres clavos, y esta opinión se hace dominante a partir de las revelaciones de Santa Brígida de Suecia. Giulio Negrone en 1613 atribuye al mismo San Ignacio esta adición de los clavos, pero es algo que no queda seguro.