18 de diciembre, FIESTA DE LA EXPECTACIÓN DEL PARTO

18 de diciembre, FIESTA DE LA EXPECTACIÓN DEL PARTO

Ramón de la Campa Carmona

Academia Andaluza de la Historia

Esta memoria mariana es una fiesta memorial nacida en España. Se estableció como fiesta principal de la Virgen de la liturgia hispánica, en conmemoración de la Encarnación del Verbo, en el X Concilio de Toledo, presidido por San Eugenio III Obispo de Toledo, celebrado el 656 durante el reinado de Recesvinto. Fue confirmada, así mismo, por su sucesor, San Ildefonso de Toledo, pues el anterior prelado murió al año siguiente de la promulgación, al que erróneamente se le atribuye el título que hoy tiene, pero al que pertenecen casi todos los textos eucológicos de la fiesta.

Puesto que la observancia cuaresmal o la fiesta de Pascua imposibilitaban señalarla el veinticinco de marzo, nueve meses antes de Navidad, se decidió instaurarla en el contexto del Adviento, en la octava anterior a la celebración de nacimiento, fundamentándose en el ejemplo de Iglesias lejanas, quizás a la copta y a la etiópica. Fue la única fiesta mariana de la liturgia hispánica hasta que sobre el siglo IX se introdujo la de la Asunción.

Llamada en un principio simplemente Fiesta de Santa María, pasó a denominarse después de la Anunciación de Santa María Virgen al introducirse otras memorias marianas en el calendario litúrgico, y de la Expectación del Parto al incluirse también la de marzo de la Anunciación del Señor, cuando se relajó la prohibición cuaresmal de celebrar fiestas. Siempre fue una de las más solemnes de esta tradición.

Los textos eucológicos correspondientes a esta fiesta en la liturgia hispánica, que adquirió tanta solemnidad como la de Navidad, se atribuyen a San Ildefonso de Toledo, que, desbordando el tema de la Anunciación, la constituyen como una verdadera fiesta de la Maternidad Divina y de la Perpetua Virginidad, expuesta tan admirablemente en su De perpetua Virginitate.

Las lecturas seleccionadas son: Miqueas IV, 1-3. 5-8; V, 1-4, que proclama el pastoreo universal del Mesías, que nacerá de la hija de Sión, prefiguración de la Virgen María, como última depositaria de las esperanzas de Israel, lo que se desarrolla en el Psallendum, canto de meditación; Gálatas III, 27-IV, 7, que proclama la señala la plenitud de los tiempos en la concepción en mujer del Hijo de Dios, que nos acarrea la filiación divina; y Lucas I, 26-38. 46-55, el relato de la Anunciación, a partir de la cual María asume el papel de Nueva Eva y Reina, como Guebirah mesiánica, como se expone en los Laudes o Aleluya que sigue al Evangelium (Salmo XLIV, 10b).

Esta fiesta recibe el nombre popular de Nuestra Señora de la Esperanza, advocación que se puede ya rastrear en los Maitines del Breviario Gótico. La esperanza es una de las tres virtudes teologales que nace de la primera de ellas, la fe, por la que esperamos con firmeza que Dios cumplirá las promesas de gloria que nos ha prometido en Jesucristo, y que ya se han consumado en María, punto culminante de la expectación por haber sido elegida para ser Madre de Dios.

Es signo de que la elección divina para una vida de santidad por la gracia “es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado, de toda aquella ‘enemistad’ con la que ha sido marcada la historia del hombre. En esta historia María sigue siendo una señal de esperanza segura” (Juan Pablo II Wojtyla: Carta Encíclica Redemptoris Mater, nº 11 b).

Ella es, además, modelo de la esperanza del pueblo de Israel, originada en los Patriarcas y alimentada por los Profetas, pues esperó con anhelo el cumplimiento de las promesas de Dios: el nacimiento virginal de Su Hijo, el Mesías, incluso cuando contó con una hipotética incomprensión de su esposo José, cuando marchó al punto a asistir a su prima Isabel y cuando sufrió el desvalimiento de Belén.

Esta esperanza en el cumplimiento de las promesas del ángel se acrecentó cuando tuvo que huir a Egipto, cuando no comprendió la permanencia de Su Hijo en el Templo y, más aún, cuando confió en la intervención de Jesús en las Bodas de Caná, cuando esperó inquebrantablemente Su Resurrección y, como maestra de la primitiva comunidad, la infusión del Espíritu Santo en Pentecostés.

Aunque no hay en el Evangelio ningún texto que hable positivamente de dicha virtud teologal de María, esta actitud de entrega plena a la voluntad de Dios más allá de lo comprensible lo avala.

En el misterio de la Encarnación María se muestra como “la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza, que supo acoger como Abraham la voluntad de Dios ‘esperando contra toda esperanza’ (Rom. IV, 18)” (Juan Pablo II Wojtyla: Carta Apostólica Tertio Millennio adveniente, nº 48).

Si todos los justos del Antiguo Testamento suspiraron por el advenimiento del Mesías, en qué deseos no se vería inflamada la que había sido preparada por Dios mismo para ser Su Madre Inmaculada durante su embarazo. Por último, nombrada como nuestra Madre en el Calvario, por Su mediación maternal, es también nuestra esperanza.

Recibe también el nombre popular de Fiesta de la O porque desde su víspera hasta el veintitrés se cantan solemnemente al Magníficat unas antífonas, que se hicieron muy populares, y que empiezan siempre por la exclamación latina O (español, Oh), para mostrar el perpetuo asombro del hombre por el nacimiento del Dios humanado.

En la Iglesia de Inglaterra se adelantó ya en el medievo esta práctica al día dieciséis, señalando para el día veintitrés una octava antífona de tinte mariano: O Virgo virginum, que dice así: “Oh, Virgen de Vírgenes, ¿cómo ha de ser esto? / Ya que nunca antes hubo una como vos, ni la volverá a haber./ Hijas de Jerusalén, ¿por qué os maravilláis de mí? / Lo que vosotros admiráis es un misterio Divino”. Ésta pasó a utilizarse en la fiesta de la Expectación cuando se introdujo en el Rito Romano.

Cuando se impuso en la Península Ibérica el Rito Romano a partir del siglo XI, se mantuvo como fiesta particular  hispana, con el título con que actualmente la conocemos, al tiempo que la festividad romana de la Anunciación del veinticinco de marzo pasó a ser introducida en el Missale Mixtum.

En la reforma postridentina del Rito Romano esta fiesta fue aprobada por Gregorio XIII Buoncompagni en 1573 con la categoría de doble mayor sin octava en el Propio de Toledo. Esta Iglesia consiguió incluso el privilegio, aprobado el veintinueve de abril de 1634, de celebrarla incluso en concurrencia con el IV Domingo de Adviento. De aquí se extendió a casi todas las diócesis hispánicas.

El Papa Clemente X Altieri dio un decreto sobre el Oficio de la Inmaculada y de la Expectación en la Diócesis de Pamplona el dos de abril de 1667. El Papa Clemente XI Albani la sancionó para el ámbito hispánico el cuatro de abril de 1705.

Del ámbito pasó a otras Iglesias del orbe católico y congregaciones religiosas. El Papa Inocencio XII Pignatelli concede esta fiesta a los dominios venecianos y a Tolouse el tres de septiembre de 1695; en 1702 es adoptada por los cistercienses; en 1713 se introduce en la Toscana, y Benedicto XIII Orsini la introduce incluso en los Estados Pontificios el veintidós de agosto de 1725.

En el Sinaxario de la Iglesia de Etiopía se une en este día la Memoria de la Anunciación a la de Daqseyos, transcripción de San Ildefonso. Lo llama por confusión Obispo de Roma, pues los etíopes usan con frecuencia la expresión país de Roma para aludir al Occidente cristiano. Refiere que la Virgen se había aparecido a éste para que el veintidós Tahsas (dieciocho de diciembre) y todos los meses se conmemorara la Anunciación.

En el Rito Romano, tenía su Oficio y Misa propios, que engarza perfectamente con el carácter peculiar del Adviento. La anhelante espera de María resume la del Pueblo de Israel, la de la Iglesia y la de todo fiel cristiano. Las oraciones eran las propias del Común de la Virgen para Adviento y los textos eucológicos propios estaban tomados fundamentalmente de Isaías, uniendo el texto lucano de la Anunciación. Las lecciones del breviario se tomaron del tratado De perpetua virginitate del citado San Ildefonso de Toledo.

Es significativa su colecta, la misma de la Fiesta de la Expectación: “Dios Todopoderoso, que según lo anunciaste por el ángel has querido que tu Hijo se encarnara en el seno de María la Virgen, escucha nuestras súplicas y haz que sintamos la protección de María los que la proclamamos con firmeza Madre de Dios”.

En el Prefacio de la Virgen, se añadía Et te in expectatione Beatae Mariae semper Virginis, omitiendo la palabra parto. Ante la duda planteada por el Obispo Aquense, decidió y decreto lo siguiente en día 3 de Marzo de 1761: “…A la 5. En el Prefacio de la Misa de la Expectación del Parto se debe decir: Et te in expectatione Beatae Mariae semper Virginis, y en la Fiesta del Rosario: Et te in solemnitate Beatae Mariae semper Virginis, omitidas las palabras: Partus et Rosarii”. (En: Decreta authentica, 1898, Vol. II, p. 121, nº 2461).

No podemos dejar de anotar que en el actual Misal de la Virgen María de 1988, se presentan tres formularios con sus correspondientes lecturas para el Tiempo de Adviento: María Virgen hija elegida de la estirpe de Israel (nº 1), María Virgen en la Anunciación del Señor (nº 2) y Visitación de la Bienaventurada Virgen María (nº 3).

De ellas, la segunda es la que se compagina mejor con los contenidos tradicionales de nuestra fiesta. Las lecturas son la profecía de Isaías de la concepción virginal (Isaías VII, 10-14; VIII, 10 c) y la Anunciación (Lucas I, 26-38). Los textos eucológicos proceden del antiguo miércoles de las Témporas de Adviento ya citado, recogidos en el Común de Santa María para el Tiempo de Adviento del actual Misal Romano, excepto el prefacio, tomado de la Fiesta de la Anunciación del Señor.